EL REGLAMENTO Y OTRAS FUENTES DEL DERECHO ADMINISTRATIVO

1. CONCEPTO Y POSICIÓN ORDINAMENTAL DEL REGLAMENTO




Por reglamento se entiende en el Derecho administrativo interno toda norma escrita con rango inferior a la Ley dictada por una Administración Pública.



Que el reglamento es de rango inferior a la ley significa dos cosas:



1º No puede derogar a la ley aunque sea posterior a esta y, en cambio, toda norma con rango de ley tiene fuerza derogatoria sobre cualquier reglamento.



2º No existen en el derecho español materias reservadas al reglamento (esto no ocurre en la constitución francesa, donde se reservan al reglamento determinadas materias) y, en cambio, en virtud del principio de supremacía de la ley, existen las denominadas reservas material y formal de ley.



La posición del reglamento con respecto de la ley se expresa en el denominado principio de supremacía de la ley, tributario del Estado liberal según el cual la libertad y la propiedad de los ciudadanos sólo podían ser limitadas por la Asamblea legislativa a través de la ley como expresión de la voluntad general, que en la actualidad tiene dos manifestaciones:



La reserva material de ley, que comprende un conjunto de materias y supuestos respecto de los cuales la Constitución exige su regulación por norma con rango de ley (como, entre otros, los derechos fundamentales y las libertades públicas por imperativo del art.53). En ningún caso estas materias pueden ser reguladas por normas reglamentarias, aunque la ley no las regule, y si lo fueran, las normas reglamentarias serían nulas por contradecir los preceptos en que la Constitución establece la reserva.



La llamada reserva formal de ley, que significa que cualquier materia, aunque no este reservada constitucionalmente a la ley, desde el momento en que es objeto de regulación por ley ya no puede ser regulada por reglamento, ha adquirido rango de ley y sólo otra ley posterior puede modificarla.



En cuanto a la diferenciación del reglamento con los actos administrativos, en principio, podría decirse que el reglamento es una norma general y abstracta no referida a administrados concretos, como ocurre con los destinatarios de los actos administrativos. Sin embargo, existen actos administrativos generales que van dirigidos a una pluralidad de administrados (la convocatoria de unas oposiciones, por ejemplo) y reglamentos que se dirigen a grupos concretos y singularizables de administrados (un reglamento que regula un sector económico en el que operan pocas empresas, por ejemplo). Por ello, es mejor buscar la diferencia entre el reglamento y el acto administrativo en otros criterios más precisos, como el de la no consunción del reglamento: el reglamento es una norma que crea o innova derecho y, en cuanto tal, su vigencia se mantiene en el tiempo en tanto no es derogado o modificado. Por el contrario, el acto administrativo se limita a aplicar el derecho y se extingue en una sola aplicación, no tiene vocación de permanencia.



En cuanto a la justificación de la potestad reglamentaria, en la actualidad ya no es preciso acudir a teorías justificadoras, en cuanto es la propia Constitución la atribuye al Gobierno la potestad reglamentaria (art. 97) y establece los trámites esenciales del procedimiento para la aprobación de las disposiciones administrativas generales (esto es, de los reglamentos) (art. 105).



2.- CLASES DE REGLAMENTOS



Las distinciones que han hecho más fortuna son las que clasifican los reglamentos por su relación con la ley, por las materias que regulan y por su origen, esto es, por la autoridad de que emanan.



A.- Por su relación con la ley, pueden ser:



Reglamentos independientes: son aquellos que regulan materias en las que no se ha producido una regulación por ley que haya establecido una reserva formal y que, al propio tiempo, no estén protegidas por la reserva material de ley. Hay que precisar que la inexistencia de una ley que regule la materia a la que el reglamento independiente se refiere no altera su condición esencial de norma subordinada, por lo que deberá respetar en su regulación todos los preceptos de las normas con rango de ley (que puedan condicionar, aunque sea indirectamente, dicha regulación) así como los principios generales derivados de las mismas.



Reglamentos ejecutivos: son los que de una forma clara y directa desarrollan y complementan una ley, normalmente porque la ley misma ha llamado e impuesto el dictado de un reglamento de estas características. En el procedimiento de elaboración de los reglamentos ejecutivos es preceptivo (pero no vinculante) el informe del Consejo de Estado, precisamente para controlar la fidelidad de la norma reglamentaria con la ley que desarrolla.



Reglamentos de necesidad: son aquellas normas que dicta la Administración para hacer frente a situaciones extraordinarias, al margen de los procedimientos comunes y de las limitaciones propias de la potestad reglamentaria, quedando en estos casos transitoriamente excepcionado el principio de primacía de la Ley. La Ley de Bases de Régimen Local (de 1985) prevé este tipo de Reglamentos cuando afirma que el alcalde, en los casos de "catástrofes o infortunios públicos o grave riesgo de los mismos" podrá adoptar las "medidas necesarias y adecuadas". El mismo tipo de medidas procederá en el caso de las situaciones excepcionales previstas en el art.116 CE (estados de alarma, excepción y de sitio), previendo incluso el art.55 de la Constitución la posibilidad de suspender en los supuestos de estados de excepción o de sitio determinados derechos fundamentales (como la libertad de expresión, de reunión o de sindicación).



B.- Por razón de la materia que regulan: se distingue entre:



Reglamentos administrativos, son los que regulan la organización administrativa y asimismo, los que se dictan dentro de una relación de supremacía especial (también llamada relación especial de poder o de sujeción), que es aquélla en la que se encuentran las personas vinculadas a la Administración por un título especial, distinto del que conecta a los ciudadanos genéricamente con los poderes públicos (por ejemplo, la relación de la Administración con los funcionarios o con los usuarios de un servicio público como los estudiantes de la enseñanza pública, los pacientes de un hospital público etc.). En estos casos, se considera que en virtud de este vínculo especial la Administración ostenta sobre esas personas unas potestades especialmente enérgicas, mucho más limitativas de su libertad o propiedad que las que posee sobre el resto de los ciudadanos. En estos dos ámbitos, bien por tratarse del ámbito doméstico de la Administración o bien por las potestades de la Administración derivadas de la existencia de este vínculo especial, posee menor incidencia el principio de reserva material de ley, por lo que se dan con más frecuencia los reglamentos independientes (el TC ha admitido así una flexibilización del principio de reserva de ley para establecer sanciones administrativas cuando se vayan a aplicar en una relación de supremacía especial).



Reglamentos jurídicos son los que inciden en el ámbito de las relaciones de supremacía general, es decir, la establecida entre las administraciones públicas y el conjunto de los ciudadanos. Estos reglamentos se considera que, por afectar en último término a la propiedad y libertad de los ciudadanos sólo se admiten en desarrollo de una ley previa o, lo que es lo mismo, necesitan de una ley habilitante.



C.- Por su origen, esto es, por razón de la Administración que los dicta, pueden ser:



Reglamentos estatales. Dentro de ellos, los de mayor jerarquía son los del Gobierno (al que la CE atribuye expresamente la potestad reglamentaria, art. 97), que se denominan Reales Decretos. Ejercen también la potestad reglamentaria los Ministros en las materias propias de su departamento, en cuyo caso la norma reglamentaria reviste la forma de Orden Ministerial. Los órganos inferiores dictan también disposiciones y resoluciones, que pueden tener cierta eficacia normativa (aunque actualmente la Ley del Gobierno no las reconoce formalmente como reglamentos), y que revisten la forma de Resoluciones, Instrucciones o Circulares de la autoridad que las dicte.



Reglamentos de las Comunidades Autónomas: análogos a los estatales, reciben las mismas denominaciones: Decretos los del Consejo de Gobierno o Gobierno, Ordenes los de los Consejeros etc. En algún caso, la potestad reglamentaria se asigna también al legislativo autonómico (Asturias).



Reglamentos de los Entes locales. Hay que distinguir (LBRL), entre el Reglamento orgánico de cada entidad local, por el que se autoorganiza, de las Ordenanzas locales, que son normas de eficacia externa de la competencia del Pleno de la Entidad, y los Bandos, que el Alcalde puede dictar en materias de su competencia (pueden tener carácter normativo en estas materias, aunque por lo general se limitan a recordar a los vecinos las disposiciones de las Ordenanzas).



Reglamentos de los Entes institucionales (Organismos autónomos estatales, autonómicos y locales), subordinados a los reglamentos de los Entes territoriales de los que son instrumento, y Reglamentos de los Entes Corporativos (Colegios profesionales y Cámaras oficiales, como las de Comercio, Industria y Navegación).



3.- LIMITES Y PROCEDIMIENTO DE ELABORACION DE LOS REGLAMENTOS



Los límites o condiciones para la validez de los reglamentos son los siguientes:



La competencia. Es necesario que el Órgano que lo dicta sea competente para ello, para lo cual es preciso que no se haya vulnerado la reserva material y formal de ley.



El principio de jerarquía normativa. Los reglamentos se ordenan jerárquicamente según la posición en la organización administrativa del órgano que los dicta, y en ningún caso el reglamento dictado por el órgano inferior puede contradecir al dictado por el superior.



El principio de interdicción de la arbitrariedad, que establece el art. 9 CE. Para no vulnerar este principio, los reglamentos deben resultar adecuados a los hechos o realidad que tratan de regular.



El respeto de los principios generales del Derecho, pues la potestad reglamentaria de la Administración está limitada, como todos sus poderes discrecionales, por el respeto tanto de la Ley como del Derecho (art. 103), y este comprende, como veremos, estos principios.



El respeto de la regla de la irrectroactividad cuando se trata de reglamentos de carácter sancionador no favorables o limitativos de derechos individuales, por imperativo del art. 9 de la Constitución. Cuando los reglamentos no tienen este carácter, puede admitirse que tengan carácter retroactivo cuando así lo disponga, de conformidad con lo establecido en el art. 2.3 del Código Civil.



La necesidad de seguir un procedimiento para su aprobación, al que se refiere el art. 105 CE y que en la actualidad, para la Administración del Estado, regula la Ley del Gobierno (art.24). Sus trámites más importantes son:



El procedimiento debe iniciarse mediante la elaboración del correspondiente proyecto por el órgano directivo competente, al que se acompañará un informe sobre su necesidad y oportunidad y una memoria económica que contenga una estimación del coste a que dará lugar.



A lo largo del proceso de elaboración deberán recabarse los informes, dictámenes y aprobaciones previas preceptivas, así como cuantos estudios y consultas se estimen convenientes para garantizar el acierto y la legalidad del texto, que irán conformando un expediente. En cuanto a los informes preceptivos, debe recabarse siempre el de la Secretaría General Técnica del Ministerio correspondiente y además, cuando la norma pueda afectar a la distribución de competencias entre el Estado y las CCAA es necesario el informe previo del Ministerio de Administraciones Públicas. Cuando se trate de un Reglamento ejecutivo es preceptivo, como se ha dicho, el informe del C. de Estado.



Una vez elaborado el texto de una disposición, cuando afecte a los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos se les dará audiencia, durante un plazo razonable y no inferior a quince días hábiles, directamente o a través de las organizaciones y asociaciones reconocidas por la ley que los agrupen o representen y cuyos fines guarden relación directa con el objeto de la disposición. Sólo podrá omitirse este trámite cuando graves razones de interés público, que deberán explicitarse, así lo exijan.



En la regulación del procedimiento para la aprobación de los reglamentos y ordenanzas locales, la Ley (LBRL) pone el acento en la participación popular, con una aprobación inicial y otra definitiva por el Pleno de la Corporación:



Tras la aprobación inicial, el proyecto de reglamento u ordenanza se somete a información pública y audiencia de los interesados por plazo mínimo de 30 días, durante los cuales pueden presentarse reclamaciones o sugerencias.



Antes de su aprobación definitiva, el Pleno de la Corporación ha de resolver sobre las estas reclamaciones y sugerencias, incorporándolas o no al texto de la norma.



Los efectos que produce la infracción de los trámites para la aprobación de los reglamentos varían en las distintas Administraciones: para los reglamentos estatales y autonómicos la jurisprudencia sólo considera como vicio determinante de la nulidad la omisión del informe de la Secretaría General Técnica u órgano equivalente, y en algunos casos la omisión del trámite de audiencia cuando no esté debidamente justificada su omisión. En la aprobación de los reglamentos locales, y por ser absolutamente reglados todos sus trámites, la omisión de cualquiera de ellos, y en todo caso el de información pública, provoca la nulidad de la norma.



4. - EFICACIA DE LOS REGLAMENTOS. LA INDEROGABILIDAD



SINGULAR



La eficacia de los reglamentos, supuesta su validez por haberse observado los límites sustanciales y seguido correctamente el procedimiento de elaboración, se condiciona a su publicación. La Ley del Gobierno establece en este sentido que “La entrada en vigor de los reglamentos aprobados por el Gobierno requiere su íntegra publicación en el “Boletín Oficial del Estado” (art.24). El Código Civil precisa que la entrada en vigor tendrá lugar a los 20 días de la publicación, salvo que expresamente la norma determine otro plazo inferior o superior. La publicación de los reglamentos autonómicos se produce en el correspondiente Boletín o Diario de la Comunidad, y la de las ordenanzas locales en el Boletín Oficial de la Provincia.



La eficacia de los reglamentos es, en principio, de duración ilimitada, y se impone a los administrados, los funcionarios y los jueces, salvo que sea ilegal. El reglamento goza, como los actos administrativos, de presunción de validez y del privilegio de ejecutoriedad, (la Administración puede imponer su cumplimiento), aunque con frecuencia sea preciso un acto administrativo previo que concrete sus disposiciones. Entre los medios para garantizar la observancia de los reglamentos, destacan en nuestro Derecho las sanciones administrativas (previstas en el art. 25 CE), pues la garantía penal de la observancia de los reglamentos no tiene en nuestro Derecho el alcance general con que está prevista en otros ordenamientos como el francés.



El reglamento puede ser derogado por la misma autoridad que lo dictó, que también puede, obviamente, modificarlo parcialmente. Lo que no puede hacer la autoridad que lo dictó y ni siquiera otra superior es derogar el reglamento para un caso concreto, esto es, establecer excepciones para una persona determinada. Como dice la Ley 30/92, “las resoluciones administrativas de carácter particular no podrán vulnerar lo establecido en una disposición de carácter general, aunque aquéllas tengan grado igual o superior a éstas”. Esto es lo que se conoce como regla de la inderogabilidad singular de los reglamentos. Esta prohibición de dispensas singulares injustificadas se fundamenta en el principio constitucional de igualdad que consagra la CE (art. 14) y que vincula a todos los poderes públicos.



5. - CONTROL DE LOS REGLAMENTOS ILEGALES Y EFECTOS DE SU ANULACIÓN



La vulneración de los límites sustanciales y formales a que está sujeta la aprobación de los reglamentos origina su invalidez, y esta invalidez la reputa nuestro ordenamiento jurídico siempre en su grado máximo, como nulidad de pleno derecho, dada la especial gravedad que supone la existencia de normas inválidas, que pueden dar lugar en su aplicación a una infinita serie de actos igualmente irregulares. Así, de acuerdo con la Ley 30/92, son nulas de pleno derecho “las disposiciones administrativas que vulneren la Constitución, las leyes y otras disposiciones administrativas de rango superior, las que regulen materias reservadas a la ley, y las que establezcan la retroactividad de disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales" (art.62.2). Vamos a ver cuales son las técnicas posibles para declarar esta nulidad:



Acusando a su autor o autores ante la jurisdicción penal del delito previsto en el art. 506 del Código Penal, en virtud del cual se castiga a “la autoridad o funcionario público que, careciendo de atribuciones para ello, dictare una disposición general o suspendiere su ejecución”. La condena penal del autor o autores del reglamento ilegal implicaría el reconocimiento de que su aprobación ha sido constitutiva de delito por falta de competencia y la consiguiente nulidad de pleno derecho de la norma dictada (art. 62.2 de la Ley 30/92).



Planteando la ilegalidad ante cualquier jurisdicción (contencioso- administrativa, civil, penal o laboral) por vía de excepción en el curso de un proceso, para pedir su inaplicación al caso concreto que el Tribunal está enjuiciando. Esta posibilidad se apoya en el art. 6 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, que establece que “Los Jueces y Tribunales no aplicarán los reglamentos o cualquier otra disposición contrarios a la Constitución, a la Ley o al principio de jerarquía normativa”, pues tal aplicación supondría vulnerar la norma de carácter superior. También los funcionarios deben inaplicar los reglamentos ilegales, aunque si ello supone desobedecer órdenes superiores puede exponerles a sanciones disciplinarias por vulneración del principio de jerarquía.



La denominada acción de nulidad o revisión de oficio del reglamento en vía administrativa, que permite a la propia Administración declarar la nulidad tanto de los actos como de los reglamentos nulos de pleno derecho. Respecto a los reglamentos, la Ley 30/92 prevé que “en cualquier momento, las Administraciones públicas de oficio, y previo dictamen favorable del Consejo de Estado u órgano consultivo equivalente de la Comunidad Autónoma, podrán declarar la nulidad de las disposiciones administrativas en los supuestos previstos en el art. 62.2” (que ya hemos visto).



La impugnación del reglamento ilegal ante la Jurisdicción contencioso- administrativa a través del recurso directo, que es aquel que ataca frontalmente el reglamento solicitando su anulación. Este recurso se interpone directamente ante los tribunales (no cabe en este caso la vía administrativa previa), en el plazo de dos meses contados desde el día siguiente al de la publicación de la disposición impugnada.



Impugnando el reglamento inválido a través del recurso indirecto, que permite al interesado atacar un acto administrativo de aplicación del reglamento ilegal, fundando dicha impugnación, precisamente, en la ilegalidad del reglamento en que se apoya el acto recurrido. La viabilidad de este recurso exige por tanto, que se produzca un acto de aplicación del reglamento ilegal o bien provocarlo mediante la oportuna petición. Este recurso, a diferencia del anterior, no está sujeto a plazo, en el sentido de que cualquiera que sea el plazo que el reglamento ha estado vigente, siempre podrá ser atacado a partir de la notificación de cualquier acto de aplicación, en los plazos ordinarios para recurrir contra éste. Los efectos del recurso indirecto, según tenía establecido una reiterada jurisprudencia, no eran tan completos como los del directo, en cuanto sólo quedaba anulado el acto, pero no el reglamento ilegal, por lo cual éste podía seguir produciendo efectos contrarios a la legalidad. Ello se debía a que el juez que conocía del recurso indirecto podía no ser competente para anular el reglamento. Ahora, la Ley de la Jurisdicción ha corregido esta disfunción, introducido la llamada cuestión de ilegalidad, en virtud de la cual “cuando un juez o tribunal de lo contencioso- administrativo hubiere dictado sentencia firme estimatoria por considerar ilegal el contenido de la disposición general aplicada, deberá plantear la cuestión de ilegalidad ante el Tribunal competente para conocer del recurso directo contra lo disposición” (si el mismo juez o tribunal fuere competente para ello, “declarará la validez o nulidad de la disposición general”) (art.27). La sentencia que resuelva la cuestión de ilegalidad “no afectará a la situación jurídica concreta derivada de la sentencia dictada por el Juez o Tribunal que planteó aquélla” (art.126).



La anulación de los reglamentos ante el Tribunal Constitucional. Es posible la impugnación de los reglamentos del Estado por las Comunidades Autónomas o viceversa, o la impugnación por una Comunidad Autónoma de los reglamentos de otra, cuando impliquen un conflicto de competencias. También es posible recurrir un reglamento ante el TC en cuanto pueda violar los derechos constitucionales suscptibles de amparo constitucional. El TC sólo puede controlar en estos casos los vicios de inconstitucionalidad del reglamento que dan lugar al recurso, no las cuestiones de legalidad ordinaria, que corresponden a los Tribunales Contencioso- Administrativos.



6.- LA COSTUMBRE Y LOS PRECEDENTES O PRÁCTICAS ADMINISTRATIVAS



El art. 1º del Código Civil reconoce con carácter general a la costumbre como fuente del Derecho, citándola después de la ley y antes de los principios generales del derecho, siempre que no sea contra legem, esto es, siempre “que no sea contraria a la moral o al orden público” y que resulte probada. Su valor de fuente en el Derecho administrativo es, sin embargo, limitado, lo que se explica porque esta fuente jurídica se caracteriza por dos elementos de carácter social o popular -un uso reiterado y uniforme y la convicción de su obligatoriedad jurídica-, que difícilmente tienen cabida en un ordenamiento como el administrativo, integrado en su mayor parte por normas de origen burocrático y producto de una actividad reflexiva. Hay algunas ocasiones -aunque limitadas y poco significativas-, en las que la propia legislación administrativa invoca la costumbre para regular determinadas materias como son, por ejemplo, el régimen municipal del Concejo abierto, cuyo órgano fundamental, la Asamblea vecinal, se rige en su funcionamiento, de acuerdo con la Ley de Bases de Régimen Local, por los “usos, costumbres y tradiciones locales”; y el régimen de aprovechamiento y disfrute de los bienes locales, que se ajustará, de acuerdo con el Reglamento de Bienes de las Corporaciones Locales, a “las ordenanzas locales o normas consuetudinarias tradicionalmente observadas”.



Vinculada directamente a la problemática consuetudinaria del Derecho administrativo está la cuestión del valor de las prácticas y precedentes administrativos. Se trata en ambos casos de reglas deducidas del comportamiento de la Administración sin la intervención del administrado, cuya conducta es aquí irrelevante, y en ello se distinguen de la costumbre. La diferencia entre ambas instituciones radica en que la práctica supone una reiteración en la aplicación de un determinado criterio en varios casos anteriores, mientras que el precedente puede ser simplemente la forma en que se resolvió con anterioridad un único asunto, análogo a otro pendiente de resolución. La Ley 30/92 reconoce un cierto grado de obligatoriedad al precedente cuando obliga a la Administración a motivar aquellas resoluciones “que se separen del criterio seguido en actuaciones precedentes” (art. 54.1.c)). La necesidad de motivación supone que la Administración ha de exponer las razones objetivas que expliquen y justifiquen el cambio de conducta pues, de lo contrario, estará vinculada a su anterior comportamiento so pena de incurrir en una discriminación atentatoria a la seguridad jurídica y al principio de igualdad de los administrados, y aquí radica el fundamento último de que los precedentes y las prácticas revistan un cierto grado vinculante para la Administración.



7.- LOS PRINCIPIOS GENERALES DEL DERECHO



La admisión de los principios generales como fuente del Derecho está fuera de duda porque a ellos se refiere el Código Civil en el artículo 1.4: "los principios generales del Derecho se aplicarán en defecto de la ley la costumbre, sin perjuicio de su carácter informador del ordenamiento jurídico”.



En nuestro ordenamiento, a diferencia de lo que ocurre en Inglaterra o Francia, esos principios generales no han sido formulados por la jurisprudencia, sino que ha sido el legislador quien ha ido positivizándolos.



En el Derecho inglés, los Tribunales han consolidado la utilización de los principios generales en el campo de la aplicación del Derecho escrito como un medio de interpretarlo y suplir sus lagunas. Estos principios correctores del positivismo integran el ultra vires, el cual reviste, a su vez, dos modalidades: una sustancial (substantive ultra vires), que hace referencia a los límites materiales del poder en principios generales que se concretan en la imposibilidad de ejercerlo de forma arbitraria o irrazonable y en la prohibición de actuar de mala fe; y otra procesal, la natural justice, que comprende dos reglas capitales del procedimiento, que son que nadie puede ser Juez sobre un asunto en el que tiene interés, y que nadie puede ser condenado sin ser oído.



En el Derecho francés, las leyes administrativas no sufrieron en el siglo XIX un proceso de codificación como del Derecho privado o el Derecho penal, y establecían sus disposiciones a la vista de casos concretos, lo que llevó al Consejo de Estado francés a ir más allá de la letra de la ley y, para no dejar litigios sin solución, crear una serie de principios o reglas generales, que ha extraído de diversas fuentes: la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, el Código Civil o las leyes de procedimiento, de la moral o del análisis de la “naturaleza de las cosas”, de la lógica de las instituciones.



Nuestro Derecho administrativo poco o nada debe en su creación y desarrollo a la labor del Consejo de Estado o de los Tribunales contencioso- administrativos, pero lo que no hizo la jurisprudencia lo ha hecho el legislador, animado por una doctrina científica muy pendiente del Derecho comparado. Las leyes, desde la Ley de Expropiación Forzosa de 1954, y ahora la Constitución de 1978, han terminado por incorporar a nuestro Derecho todas las reglas que consagran derechos y libertades fundamentales o principios generales del Derecho en otros ordenamientos:



La regla anglosajona del ultra vires pueden entenderse recogida en la regla de la adecuación de las potestades administrativas a los fines públicos para los que han sido atribuidas, cuya inobservancia se sanciona con el vicio de desviación de poder (Ley 30/92, Ley de la Jurisdicción contencioso- administrativa).



Las dos reglas de la natural justice están recogidas en la regulación general de la audiencia al interesado y en la previsión de las causas de abstención y recusación (Ley 30/92), así como en la Constitución (interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, prohibición de toda situación de indefensión e imposición de la objetividad como regla de la actuación administrativa).



En la Constitución se reconocen asimismo importantes reglas que configuran principios generales del Derecho en otros ordenamientos jurídicos: la regulación de los derechos fundamentales y libertades públicas (Título I) y principios típicamente administrativos, como son: el de irretroactividad de las disposiciones restrictivas de derechos (art.9), de igualdad, mérito y capacidad para el acceso a las funciones y empleos públicos (arts. 14, 23 y 103), de responsabilidad patrimonial de las Administraciones públicas (art. 106.2), o de regularidad y continuidad del funcionamiento de los servicios públicos (puede deducirse en la alusión del art. 28.2 al mantenimiento de los servicios esenciales como un límite al ejercicio del derecho de huelga).



8.- LA JURISPRUDENCIA



Tanto en Francia como en España, la jurisprudencia ha adquirido un valor muy superior al originariamente previsto tras la Revolución francesa, cuando se pretendió acabar con la prepotencia que los Tribunales ostentaron en el Antiguo Régimen, negando a sus sentencias el valor de fuentes del Derecho.



Nuestro Código Civil no incluía a la jurisprudencia en la enumeración de las fuentes en su redacción originaria, siguiendo la tradición francesa que negaba a las sentencias judiciales el valor de fuentes del Derecho, pero tras la reforma de 1972-1974 se la menciona para, aun sin reconocerle directamente el valor de fuente del Derecho, decir al menos de ella que “complementará el ordenamiento jurídico con la doctrina que, de modo reiterado, establezca el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho” (art. 1.6).



La realidad es que la jurisprudencia posee hoy en la vida del Derecho una eficacia condicionante de la actividad de los sujetos igual -o incluso mayor- que las normas que aplica, y ello por varias razones:



por la importancia que tiene en el mundo forense disponer en el seno de un litigio de una sentencia aplicable al caso.



La doctrina jurisprudencia así invocada ante los Tribunales termina, conscientemente o no, creando Derecho, porque, como dice el profesor Santamaría, la doctrina jurisprudencial se adhiere a las normas ampliando o limitando su sentido, concretándolo o modificándolo, de tal forma que las normas no dicen lo que dice su texto sino lo que los tribunales dicen que dice.



Los jueces y tribunales se ven impulsados a seguir los criterios interpretativos sentados por los órganos judiciales superiores por razón de coherencia o para evitar la revocación de sus fallo.



La observancia del precedente judicial es además, de alguna forma, una conducta jurídicamente exigible en virtud del principio constitucional de igualdad, que prohibe, como ha reiterado el TC, que dos o más supuestos de hecho sustancialmente iguales puedan ser resueltos por otras tantas sentencias de forma injustificadamente dispar.



Hay que señalar que en la actualidad no puede reducirse la concepción de la jurisprudencia a las Sentencias del Tribunal Supremo, pues existen otras fuentes de la misma en nuestro ordenamiento, como son:



La justicia constitucional introducida por la Constitución de 1978, que se sitúa por encima del propio TS. La Ley Orgánica del Poder Judicial recuerda en este sentido que los jueces y tribunales han de interpretar y aplicar las leyes y los reglamentos “según los preceptos y principios constitucionales conforme a la interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional en todo tipo de procesos”.



La jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que vincula en su función interpretativa del Convenio Europeo para la protección de los Derechos Humanos y Libertades Públicas (suscrito en Roma en 1950 y ratificado por España en 1979), en virtud de lo dispuesto por el art. 10.2 de la Constitución, que establece que “las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias suscritos por España”.



Las decisiones del Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea, que resultan vinculantes como fruto de nuestra integración europea en cuanto interpretan y aplican normas comunitarias que se integran en nuestro sistema de fuentes.

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